La muerte
Para muchos de nosotros la muerte es un evento para el que siempre se tienen reacciones similares, como si fuera instintivo el dolor al perder un ser querido. Pero realmente no es así. Estas reacciones que tenemos responden a nuestra cultura.
En las culturas conformadas por la industrialización, la muerte es considerada un enemigo. Nos causa tanto miedo que ya no nos atrevemos a nombrarla, y utilizamos una cantidad de eufemismos para definirla.
A su vez, ese miedo se considera normal y necesario, sin comprender que la autodestructiva negación, es más nefasta que la muerte física. La ciencia lucha a brazo partido para ganarle la mano. Aún en casos de enfermedades terminales, lo importante es sobrevivir a cualquier costo. La muerte se ha convertido en algo que se combate y que sólo ocurre cuando la "ciencia" falla. Nuestra sociedad vive privada de la consciencia de su propia finitud.
Si para las sociedades occidentales la muerte representa algo negativo y un acontecimiento nefasto en tanto que la vida es el componente esencial de su cultura, para los orientales constituye el paso hacia la regeneración y la reafirmación de los valores ancestrales que conformaron su comunidad. Por lo tanto, no supone un evento trágico, sino un paso definitivo hacia una nueva forma de ser y de estar más venturosa. Visto así, para los habitantes de la cultura oriental, la muerte se convierte en el mayor acontecimiento de la vida, lo que explica por qué su celebración ameritaba una práctica ritual de gran elaboración.
Entre los tibetanos, sus actitudes hacia la muerte y la agonía están desprovistas del tabú general que encontramos en Occidente. Allá, se encuentra a la muerte con respeto y veneración. Y la existencia de la muerte llega a ser un estimulante para el desarrollo del hombre, Este crecimiento es subrayado durante toda la vida, y especialmente cuando la persona está moribunda.
Los islámicos acogen la muerte con alegría, pues “descarga al hombre de los agobios de la vida mundana, que es una mazmorra turbulenta, sofocante y estrecha de espacio y gradualmente se hace más dura por la vejez y las aflicciones, y lo admite en el círculo infinitamente ancho de la misericordia del Eterno y Amado, en donde puede disfrutar la compañía de sus seres queridos y el consuelo de una vida feliz y eterna”.
El budismo ve las vidas en el contexto del macrocosmos. Nuestras vidas han existido siempre de una forma u otra, siguiendo un ciclo interminable de nacimiento y muerte, decadencia y renovación que lo rige todo. Así pues, la filosofía budista anticipa casi tres mil años las leyes de la conservación de la energía y la materia, que afirman que ni la energía ni la materia se pierden nunca, sino que cambian de forma.
La preocupación del hindú no es la muerte, para él, ésta no es el enemigo. Desde su nacimiento, la muerte para él no es un término. Él va a renacer en otro lugar y lo importante es interrumpir la cadena de los renacimientos. Desde siempre, él pertenece a la eternidad. Él es una manifestación de lo divino. Desde el momento en que nació, es un ser extraño al mundo. Tiene ya una preexistencia, ya ha existido de alguna manera, y cuando él desaparece, no hay paso del ser a la nada.
Los africanos, a diferencia de los hindúes y budistas, consideran la vida como algo feliz, y la reencarnación como un buen destino. Asimismo, en las vastas extensiones de Oceanía (las islas del Pacífico, Indonesia, Micronesia, Melanesia), la creencia en la transmigración de las almas humanas hacia el mundo animal se halla tan extendida y es tan variada como lo son sus pueblos y su geografía.
Para los romanos, la muerte no significaba el final de todo, pues los difuntos seguían en el más allá su vida exactamente igual que antes de morir. Se creía que su actividad vital continuaba en cierta manera y por tanto había que abastecerlo de las cosas que necesitara. Un cazador querría tener su lanza, un agricultor sus aperos, y una mujer su huso.